jueves, 17 de diciembre de 2015

OBRAS PUBLICAS

Los romanos destacaron más como ingenieros que como arquitectos. Resultan admirables la eficacia, la solidez y, incluso, la belleza de sus obras públicas. Su teórico más famoso en temas de construcción, Vitruvio, era un ingeniero militar. En las obras públicas como carreteras y puentes, acueductos, alcantarillado y fortificaciones, fue donde los romanos alcanzaron la perfección más grande en la aplicación de las técnicas aprendidas de etruscos, griegos o sirios.

CALZADAS Y PUENTES

La necesidad de conquistar y gobernar los territorios conquistados impuso al Estado romano la puesta en práctica de un esfuerzo constructivo ingente. Razones estratégicas, económicas y políticas los movieron a hacerlo.
La calzada es el más importante de todos los tipos de vías romanas. Su anchura era de cinco o seis metros, por lo que dos carros se podían cruzar sin problemas, y tenían, además, aceras. Estaban construidas a conciencia, con un pavimento de medio metro de profundidad, compuesto por cuatro capas de materiales diferentes, entre dos márgenes de sillares. La parte superior estaba formada por losas. Con esta solidez no debe sorprender que por toda la geografía del antiguo imperio romano todavía se conserven muchos tramos de este tipo de vía. Las distancias se señalaban con unas pequeñas columnas de piedra, clavadas en el suelo cada mil pasos (1.500 metros aproximadamente), llamadas miliarios; en estas columnas también figuraba la distancia recorrida, y el nombre del emperador o del magistrado que había mandado construir o reparar la calzada, que también le daba el nombre. En el foro de Roma se encontraba el miliario cero, el miliarium aureum, del que salían supuestamente todas las calzadas importantes; de ahí el proverbio «todos los caminos llevan a Roma». A lo largo de las calzadas importantes había unas paradas o puestas, llamadas mansiones; la situación de estas paradas estaba indicada en los primitivos mapas e itinerarios.
Las primeras calzadas del territorio latino datan de mediados la época republicana: la vía Apia, comenzada en el siglo IV aC, iba desde Roma hasta el sur del mar Adriático; la Flamínia, hacia el norte del Adriático; Aurelia unía Roma con la Provenza, etc. Durante el Imperio, Hispania incluida, el mayor impulso en la construcción y la conservación de calzadas se debe a los emperadores Augusto, Trajano y Adriano. En la Península, la más importante era la que iba desde los Pirineos, por la Jonquera, hasta Cádiz; por la costa continuaba por Valencia y después se adentraba hacia el interior. A partir de Augusto, que la modernizó, comenzó a ser llamada vía Augusta. También eran calzadas de primera categoría la que unía Astorga con Mérida, conocida desde la época árabe con el nombre de vía de la Plata, o la que iba desde Tarragona hasta Zaragoza y Astorga.




Los puentes los romanos desarrollaron más que ningún otro pueblo de la antigüedad la técnica y la belleza de los puentes. Sus calzadas no se detenían ante los grandes ríos, los valles o las zonas de pantanos. Desde la construcción del primitivo puente de madera sobre el Tíber, el Puente Sublicio de la hazaña memorable de Horacio Cocles, del que cuidaban los pontífices, a lo largo de los siglos los romanos desarrollaron una técnica que hoy todavía es admirable por su perfección y solidez. La base del puente era un arco profundo, en realidad una vuelta corta de medio cañón, de bloques de piedra bien trabajados, sin argamasa en las junturas. Sobre su había una calzada plana, de cinco o seis metros de ancho, con aceras. Este modelo de puente es lo que ha persistido hasta el siglo XX. Para muchos puentes romanos aún circula el tráfico actual. En España destacan los de Mérida, Alcántara, Córdoba y Salamanca.




ACUEDUCTOS Y ALCANTARILLADO

Los romanos tuvieron gran cuidado de todo lo que se refería al suministro de agua para las ciudades y al sistema de desagüe y alcantarillado correspondiente; para ello desarrollaron técnicas aprendidas de los etruscos. En las casas rurales y en las urbanas unifamiliares el consumo de agua estaba asegurado mediante los pozos y las cisternas que almacenaban el agua de la lluvia recogida en el impluvium. Sin embargo, esta solución no era suficiente para los barrios formados por insulae, para las numerosísimas fuentes públicas, para la gran cantidad de establecimientos termales, públicos y privados, ni para poder controlar los frecuentes incendios, y por supuesto por los simulacros de batallas navales en los anfiteatros.
Los acueductos Para satisfacer este enorme consumo de agua se construían enormes depósitos a la entrada de las ciudades, provistos por medio de acueductos que captaban las aguas de los ríos, de las fuentes y, incluso, de los pantanos artificiales, que podían estar situados a muchos kilómetros de distancia. Los acueductos consistían básicamente en un canal con las paredes bien impermeabilizadas que, normalmente, iba a ras del suelo, pero que, a veces, debía salvar grandes desniveles. Para resolver este problema los romanos inventaron un tipo de puentes de varios pisos de arcadas, construidos unas veces con piedra, otras veces con Opus Mixtum, sobre los que pasaba el agua por un canal estrecho. Roma estaba provista por quince acueductos. El acueducto más antiguo de España es el de las Ferreres, en Tarragona, y el más monumental es el de Segovia, que hace más de treinta metros de altura en la parte central; también son interesantes los restos del acueducto de Mérida.




La gran cantidad de agua que se consumía en las ciudades romanas se desaguaba mediante un sistema de alcantarillado muy completo. La red de galerías subterráneas, reforzadas con bóvedas de medio cañón, coincidía con las de las vías urbanas. Las aguas utilizadas en las casas, las termas y las fuentes, así como las de la lluvia, desembocaban allí. Solían ir a parar a un río cercano o al mar, si eran ciudades costeras. Las primeras cloacas del mundo romano fueron construidas en la capital durante la época de los etruscos: la llamada Cloaca Maxima, el desagüe de la que hoy todavía se puede ver en el Tíber. La perfección de estas obras es evidente si tenemos en cuenta que hoy en día algunas ciudades todavía utilizan el sistema romano de alcantarillado, como es el caso de Mérida.




MURALLAS Y FORTIFICIACIONES

La mayor parte de las ciudades romanas de nueva planta fueron creadas a finales de la República, comienzos del Imperio. No necesitaron protección especial contra enemigos exteriores, porque vivían tranquilas durante la pax romana. Pero no siempre fue así, y la misma ciudad de Roma tuvo dos recintos amurallados; el primero, conocido con el nombre de muri Servian, era atribuido al rey de origen etrusco Servio Tulio y era similar al de otras ciudades etruscas; el segundo, que abarcaba un espacio mucho mayor, es de finales del siglo III dC, en el tiempo del emperador Aureliano. En esta época del Bajo Imperio, en vista del peligro que empezaban a suponer las incursiones de los pueblos bárbaros, casi todas las ciudades se tuvieron que dotar de murallas o tuvieron que rehacer las que habían tenido al principio. De las muchas murallas que todavía se pueden ver en las ciudades de la antigua Hispania, las mejor conservadas son las de Lugo y Tarragona. Las técnicas y los materiales de construcción de las murallas romanas variaban según la zona y la época de construcción. Su anchura solía ser suficiente para el paso de carruajes y máquinas de guerra. Estaban flanqueadas por un número variable de puertas monumentales con paso separado para vehículos y personas. Las cerraduras de pared entre puerta y puerta estaban reforzados por torres, de planta semicircular, normalmente. Cerraduras y torres se construían llenando una «caja» hecha de piedras machacadas bien trabajadas con una sólida argamasa de piedras, tierra y escombros. Además de las fortificaciones urbanas, los romanos nos han legado dos magníficos ejemplos de su voluntad imperialista: la muralla de Adriano, con la que proteger la frontera de Britannia con Escocia, que tiene más de cien kilómetros de largo y un promedio de cinco metros de altura por uno y medio de ancho; y toda la serie de fortificaciones con que proteger la frontera (limas) del Imperio contra los germanos, entre el Rin y el Danubio.



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